Menos que un perro, la desaforada autobiografía de Charles Mingus que Mondadori acaba de distribuir, tiene forma de jazz aunque de jazz hable poco. Polifónico, excesivo, inverosímil, el libro se deja leer como un derroche de pura intensidad, algo a lo que los argentinos deberemos acostumbrarnos cada día más. Por Diego Fischerman Toda biografía es una ficción. La de Charlie Mingus, escrita por él mismo, lo es hasta el extremo de lo posible y no lo oculta. Contrabajista, pianista, compositor y aglutinador de músicos y estéticas, Mingus escribe sobre Mingus como si fuera otro, se llama a sí mismo "mi chico", "mi muchacho" o "mi hombre" y elige, para todo su libro, una suerte de mayéutica aristotélica: la historia (falsa) se cuenta con diálogos. Mingus cuenta lo que cuenta de la misma manera (verdadera) en la que toca: por impulsos, en ráfagas, sumando voces y negándose a que haya una que regule (el contrabajo, el piano o un narrador conocedor de los acontecimientos) a las demás, que indique cómo deben ser leídas, que las articule como segundas o terceras voces en relación con una melodía predominante. Como Bajtin hubiera soñado, el reino de Mingus es el de la polifonía. "Tendré más cosas que decir musicalmente si vivo con los perros...; siendo menos que un perro... tendré más que contar", dice Mingus, reproduciendo una conversación con Lee-Marie, una de sus mujeres, mientras intenta convencerla de que no siga a un cafishio (chulo, en la discutible traducción española de Francisco Toledo Isaac) que él mismo le ha presentado, presa de la admiración que, según cuenta, su éxito y riqueza le merecían. De ahí, tal vez, el título. O, quizá, de esa especie de distancia permanente, de marginalidad a ultranza que se desprende de no ser "lo suficientemente blanco para dejar de pasar por negro ni lo bastante claro para que me llamen blanco". Charles Mingus tituló su autobiografía, recién publicada en castellano por la editorial Mondadori, Menos que un perro. Y entre sus ficciones está la de la abyección más espantosa y, paralelamente, la de la potencia sexual sin límites: "¡Yo soy mucho más hombre que cualquier sucio mamón blanco! ¡Me follé a veintitres tías (ya estaba dicho: la traducción) en una noche, la mujer del jefe incluida!", dice ante la desconfianza de su psicoanalista -otra invención de Mingus- que lo acusa de exagerar en más de una ocasión ("eres un buen hombre, Charles, pero hay mucha invención y fantasía en lo que dices. Por ejemplo, ningún hombre podría con tantos actos sexuales en una sola noche como los que tú alardeas"). La respuesta del músico es: "Lo hice porque deseaba morir y esperaba que eso me matase. Pero al volver de México aún me sentía satisfecho, así que paré" Ambos, músico y psicoanalista -y todos los personajes que desfilan por el libro: Gillespie, Tatum, Miles Davis, Charlie Parker, Fats Navarro- son, por supuesto, el propio Mingus que, ya al principio se ocupa de aclarar: "Yo soy tres. Un hombre que permanece siempre en medio, despreocupado, inmóvil, observando, esperando a que le sea permitido expresar lo que ve a los otros dos. El segundo hombre es como un animal asustado que ataca por miedo a ser atacado. Luego está la persona extremadamente cariñosa y amable que admite a la gente en el templo más sagrado de su ser y soporta los insultos y es confiado y firma los contratos sin leerlos". Casi en el comienzo hay otra prueba y tiene la forma de un perfecto cuento de fantasmas en el que el espíritu de Mingus, enternecido, ve a "mi chico" después de un accidente y piensa si volver o no a rescatarlo de la muerte. El inglés Brian Priestley -que hizo una biografía un poco más seria-, en su monumental trabajo sobre Mingus no deja lugar a dudas. Muy poco de lo que allí se cuenta se corresponde con la realidad. Por otra parte, son pocos los momentos en los que se refieren cuestiones relativas a la música o en donde se narran anécdotas referidas a músicos. El jazz aparece mucho menos que el ambiente de los "chulos". Sí hay, en cambio, una especie de jam session literaria en la que, a un ritmo delirante, se describe una jam session musical en el ejemplo más parecido a lo que Alejo Carpentier hizo más adelante para contar otra falsedad: la improvisación de un concerto grosso a cargo de Händel, Scarlatti, Vivaldi y un un señor de Indias acompañado de su esclavo en las maracas. "¿Cuál va a ser, Mingus uno, dos o tres? ¿Cuál de ellos pensás que él querría que el mundo viera?", cantaba Joni Mitchel con la música de "Dios debe ser el hombre de la bolsa" en su homenaje a Mingus, jugando con esas primeras palabras de su autobiografía imaginaria. Compositor, director de big bands, continuación de Duke Ellington por otros medios, actor, contrabajista, aprendiz de chulo, pianista, escritor, maestro, filósofo, crítico, productor discográfico y poeta, Mingus había nacido en Nogales, un pueblño que a veces estaba en Arizona (y a veces en México), el 22 de abril de 1922. Joni Mitchel grababa su versión del "Mingus uno, dos o tres" en diciembre de 1978. Allí se oía, todavía, la voz de Mingus, mientras sus amigos y su mujer le cantaban el feliz cumpleaños. El 5 de enero de 1979, el contrabajista moría en México, a causa de una forma de esclerosis que le había sido diagnosticada el Día de Acción de Gracias de 1977. Dos sesiones de grabación, tal vez, sean el complemento perfecto para este libro en que el jazz dicta mucho más la forma (azarosa, por momentos acelerada y en ocasiones inmóvil, llena de caprichos y de inspiraciones) que el contenido. En una, Mingus se aleja del contrabajo (instrumento que estudió con Herman Rheinshagen, integrante de la Filarmónica de Nueva York, después de haberse iniciado con el piano, el trombón y el cello) e improvisa, sin plan evidente -"en ese plan (en ese borrador) Dios debe ser el Hombre de la Bolsa", cantaba Mitchel- sobre un piano. El disco, grabado en 1963 y bautizado Mingus Plays Piano tiene un subtítulo elocuente: Spontaneous Compositions & Improvisations. La contención, la distancia dolorosa con la que aborda cada sonido, funcionan como correlato de la famosa "Reunión de oración del miércoles a la noche", incluida en el genial Blues & Roots (que junto con Ah Hum, ambos de 1959, produjeron uno de los saltos cualitativos más importantes del género), donde a partir de una especie de gospel song -y de Ellington, claro- se dibuja el mapa del jazz futuro.